PERROS
Amo a los perros y por eso no tengo uno. Adoro a los animales y por ello sólo tengo trato con el que me sube el butano. Lo demás es pena. No existe un solo vagabundo que no lleve anexo un perro. Si no tienen comida para ellos, ¿cómo extienden su miseria a su mejor amigo?. Dicen, los que no piensan, que un can acompaña mucho y mujeres casadas que conozco opinan que cuando las mira su perro es cuando más cuenta se dan de lo poco que quieren a su marido. Yo tuve un perro cuando niño. En connivencia con mi tata, mi segunda madre, lo lavábamos y le dábamos de comer los restos de la comida casera. Si era pescado procurábamos quitarle las espinas para que no se atorase y si, furtivamente, podía, le daba de mi plato algo más sustancioso. Esto que cuento no tiene nada que ver con los perritos falderos a los que visten en invierno con jerseys de lana y a los que dan sitio en la mesa como uno más de la familia. Ni calvo ni con dos pelucas. Mi perro murió violentamente y yo lloré desconsoladamente. Desde entonces me juré no tener más perros bajo mi tutela. Esta promesa infantil la he cumplido y ratificado en mi madurez solitaria. ¿Un perro a estas alturas?. Con lo listos que somos en la actualidad y lo informados que estamos por el veterinario Doctor Google la dependencia del animal sería, para mí, insoportable y en contraprestación cuando llegase a casa no le podría preguntar: -¿Han dicho algo del Betis en la tele, Toby? Porque eso de que los perros hablan con la mirada es tópico de introvertidos natos.
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