KLEENEXEROS
Soy injusto y lo sé. Me ponen de mala leche. Si hace un calor tórrido, por eso mismo, y si tempestad, igual da. Me refiero a los doscientos veinte y tres mil negritos que venden pañuelos de papel en el mismo número de esquinas y semáforos que hay en mi ciudad.
Los veo de lejos, desde el calor o frío confortador de mi coche, y se me hace un nudo en el corazón que potencia el enorme y permanente que yo tengo en tal víscera desde hace años. Aún así intento rebuscar en mi bolsillo, a veces con cláxones jodiéndome vivo, las correspondientes monedas exactas para aumentar mi stock de pañuelitos. ¡Pobres míos!, me digo.
Pues bien, cuando se me acercan al cristal vienen saltando, riendo y …, en definitiva, de cachondeo, lo que me produce un incoherente mal sabor de boca.
Ayer, ¡imbécil de mí!, hice lo mismo e incluso entré en un inútil debate verbal con uno de ellos. Reflejarlo en este blog no creo que sea estéril. Le dije:
-¿Por qué en lugar de pañuelitos no vendéis felicidad?-
Ni me miró. Dijo, antes de que pudiera darle el dinero:
-Son un sinsuenta euro, tronco
Y se fue danzando hacia otro coche.
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