EL TRABAJO ES LA PROPIA ENFERMEDAD
Dicen, los mal pensados, que la industria farmacéutica es la inventora y fomentadora de nuevas enfermedades o bien de dolencias menores cuyo fin es aumentar el consumo de medicamentos ya existentes o ligeramente novedosos.
Entre estas dolencias se llevan la palma los llamados síndromes laborales o rutinarios. El “stress”, anglicismo sinónimo al “surmenage” galo, no es otra cosa que el cansancio propio y habitual que conlleva cualquier trabajo más o menos grato.
Ayer oí una noticia sobre la reivindicación de la mujer de un taxista que pide sea calificado como accidente laboral el infarto irreversible que desgraciadamente sufrió su marido, que ella achaca a un trabajo cargado de tensión.
Puede que sí o puede que no, porque también existe la idiosincrasia del enfermo tan difícil de valorar.
Existen también enfermedades psicosomáticas como el síndrome postvacacional y la hiperactividad infantil. Patologías que, sin dudar de su veracidad, son cajón de sastre a la que un gran porcentaje se acoje para solicitar una baja o pedir consulta, diagnóstico y prescripción de su médico de cabecera.
No dudo, ya lo he sugerido, que un bajo porcentaje de estas dolencias sean realmente enfermedades muy serias necesitadas de seguimiento y tratamiento farmacológico, pero la mayoría son consecuencia de algo que es la propia enfermedad: el trabajo.
Hay que decirlo así por el bien de los presupuestos de la Sanidad pública que también sufre de una enfermedad ya vieja y común en sus administrados llamada: “anemia pecuniaria”.
En fin, que debemos ir poniéndole coto a estas dolencias para que no aparezca un diletante pidiendo una baja por eczema escrotal de tanto rascarse los huevos.
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