DESNUDOS FRENTE AL MUNDO
Una amiga se marchó de viaje y me pidió un terrible favor. ¿Regarle las macetas?. No. Que me quedase con su perro. Lo que temes pasa y ocurrió. El perro enfermó.
Por hacer el favor completo, y no romperle el plan a mi amiga, llamé a un veterinario que aparecía en las páginas amarillas y, por teléfono, me hizo una serie de preguntas, sobre el can, a las que tan sólo hubiera podido contestar la que no me hizo: su nombre.
Agobiado recordé una clínica veterinaria donde trabaja de administrativa otra amiga. “Tráelo”, me dijo.
El veterinario acercó un artefacto a la oreja del perro, que yo pensé fuera un termómetro de última generación. No lo era. Se trataba de un lector de scanner. De inmediato apareció en la pantalla del cercano ordenador toda la historia clínica del chucho.
Me explicaron que el aparato leía el “chip”, con todos los datos habidos y por haber sobre el animal, y ya es obligatorio, para todos los perros que se precien, el que lo lleven insertado tras una oreja.
Respiré cuando, con todos estos datos, el veterinario diagnosticó la dolencia, que era repetitiva, y me recetó el remedio.
“Qué adelanto, ¿verdad?”, dije sorprendido.
“Esto no es nada. Verá cuando se lo pongan a usted”
Nunca permitiré que me anestesie un otorrino.
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